LEJANO ESTE | Parte V: Aureliano

Justo al mediodía terminé de reparar la llanta de mi bicicleta. Siempre he dicho que por algo suceden estos atrasos en los planes, por tanto, hay que tener la mente abierta, adaptarse a ellos y tomarlos de la mejor manera. Esto representó media hora de atraso. Cuando ya todo estaba listo, comencé a pedalear cuesta arriba en el cerro El Capulín, una escalada desde los 30 msnm hasta los 474 msnm. Ustedes ya saben lo mucho que me agradan las cuestas, pero esta, sumada a una temperatura de 42º C y adicionalmente con sol de mediodía, era una situación bastante incómoda; sin embargo, no podía parar a esperar que el sol bajara, me quedaban 50 km por delante en donde la temperatura no sería mejor que aquí. Solo para que se hagan una idea: tenía que pasar por un cantón que se llama El Infiernillo; eso lo dice todo.

La cuesta del cerro El Capulín será una de las pendientes que más recordaremos por su dificultad. Prolongada y con el característico calor del oriente.

Esa larga recta final

Dos horas después logré llegar a la cima del cerro. Justo detrás de mí venía un carro que vende helados, de esos que tienen una musiquita bien particular; solo lo vi pasar de reojo, no me pareció gracioso. Subir este cerro cuyo nombre no tiene nada que ver con aquel fruto pequeño de color rojo y sabor dulce, tan deseado por los murciélagos, no fue fácil, y su nombre me traerá recuerdos de una cuesta bastante complicada. Luego de sobrevivir a esta escalada venía el premio al esfuerzo: uno de los más refrescantes descensos que he tenido en los últimos recorridos. Cinco kilómetros de una larga bajada con una carretera sin autos que finaliza justo en el desvío para la playa El Cuco y Chirilagua.

 Ahí, a la izquierda, nos espera la carretera hacia la ciudad de La Unión, una carretera que nos daría muchas sorpresas. En el desvío hay una tienda en la cual nos detuvimos un rato, ya que habíamos agotado toda nuestra reserva de agua y necesitábamos abastecernos con suficiente líquido para continuar el caluroso viaje. La señora de la tienda me dijo: «Hace como 20 minutos pasaron sus compañeros». «¿Compañeros? Ah sí, los otros ciclistas», le dije a la señora. «Sí, la muchacha y el muchacho. Van bastante reventados (cansados)», me dijo con cara de preocupación. Eran Kim y Hassan que ya habían pasado por este desvío. La verdad es que el calor que se siente aquí es abrumador, es un golpe fuerte que pega duro en el cuerpo, la respiración y en el cerebro. Esto, sumado al cansancio de la cuesta, noquean a cualquiera.


Desde este desvío inicia una calle no tan fácil. Al igual que la del otro lado del cerro, esta tiene muchas subidas largas y bajadas cortas. De hecho, descenderíamos hasta los 18 msnm y luego escalaríamos hasta los 238 msnm. Ya eran casi las 2:30 de la tarde y veía complicado poder llegar hasta Conchagua ese mismo día, pero me propuse hacer mi mejor esfuerzo. A unos 12 km del desvío a El Cuco, pasando Intipucá, veo a lo lejos dos rostros familiares: eran Kim y Hassan. Se miran exhaustos y vienen en dirección contraria a la mía. A manera de broma les pregunté: «¿Van de regreso a México?», y solo me sonrieron. «Estamos buscando algo de comer y descansar», dijo Hassan. Kim casi no podía hablar.

Les dije que más adelante era posible encontrar algún comedor, pero al ver sus rostros de cansancio me di cuenta de que no querían avanzar más. Así que pregunté a unas personas de la localidad y me dijeron que en Intipucá podían encontrar comida. Me hubiera gustado acompañarlos, pero, como se dice en buen salvadoreño, «yo ya llevo envión» y no me quería detener. Nos despedimos y continué mi camino. Luego me enteré en el blog de Kim  que después de comer y descansar en Intipucá continuaron  por unos 22 km hasta que ya no pudieron más y se detuvieron a acampar en una cancha de fútbol cerca del desvío a la playa El Tamarindo. Les faltaban 18 km para llegar a La Unión.

Pedaleando en Macondo

Continué pedaleando. A medida iba cayendo la tarde y el sol bajaba, iba tomando fuerzas para continuar el camino. Estaba muy cansado y con hambre. En estos recorridos que son largos es importante comer bien en el desayuno y en la cena, ya que en el almuerzo usualmente no nos queda tiempo de detenernos e ir merendando bananos, semillas, dátiles, algunas veces no es suficiente, y, por desgracia, las gomitas de colores ya se me habían acabado.  

El calor húmedo de esta zona golpea fuerte, y por más que uno haga no se va, y a pesar de que todavía tengas fuerzas para continuar, comienza a debilitar la mente y esto nos puede jugar en contra muy rápidamente. Fue cuando recordé que la música es una gran cura para el alma y el cuerpo, saqué mi arma secreta para esos momentos en los que necesitamos concentrarnos: mi fiel radiotransistor. Sintonicé una radio comunal de La Unión, la única en el dial,  en donde estaban programando música tropical. Hubo una que recuerdo muy bien, la cual incluso  programaron dos veces. Era la cumbia de Macondo, una canción interpretada por el mexicano Celso Piña en honor a la magistral obra del colombiano Gabriel García Márquez , «Cien años de soledad». La canción fue escrita en 1969 por el peruano Daniel Camino Diez-Canseco y se popularizó en México a partir de 1972 bajo la interpretación de Óscar Chávez. Hoy en día existen muchas interpretaciones, pero la canción resume muy bien a sus personajes.
Curiosamente, uno de los personajes de la obra se llama Aureliano Buendía. Recuerdo que en mis años de colegio los compañeros me decían así parodiando mi nombre. Aureliano Buendía es el único personaje al que Gabriel García Márquez  rescata para muchas de sus obras literarias. En Macondo, Aureliano es el segundo hijo de la familia y la primera persona que nace en Macondo. Tiene la mentalidad y naturaleza filosófica de su padre, puede pronosticar acontecimientos, posee una extraña manera de ser solitario y retraído, aunque de un carácter implacable. Escuchar esta canción y recordar la famosa obra –aunque no me lo crean–  fue una gran motivación para continuar pedaleando. A ritmo de cumbia pasamos los solitarios y ardientes caminos de La Unión.

La zumbadora

De los pocos automóviles que circulan por aquí, todos los conductores, al parecer, piensan que nunca van a llegar a su destino, porque van a una velocidad tal que si algo se les atraviesa, no se detienen. Esto se puede notar en el olor a animales muertos casi en todo el camino. Pude ver vacas, perros, zopilotes y hasta serpientes muertas a la orilla de la calle. Esta carretera es una mezcla de todo: solitaria, larga, llena de subidas, bajadas y curvas; todo esto, sumado al calor y al punzante reflejo del sol, la convierten en casi hipnótica. Como un espejismo. En realidad, se siente como que nunca se van a acabar las cuestas y las curvas. Luego de una sigue la otra; luego de la curva viene otra cuesta. Aquí hay que tener mucha paciencia y no desesperarse.


En una bajada vi a lo lejos tendida a la orilla de la calle una serpiente; pensé que estaba viva y baje un poco la velocidad.  Era como de un metro de largo y no se miraba herida, pero al acercarme vi que estaba bien muerta. Decidí documentar a este pobre animal que no logró cruzar la calle. En lo que estaba colocando la cámara, de entre los matorrales salió un señor muy sonriente. «¿Usted cómo se llama?», me preguntó. «Mi nombre es Aurelio», le dije. Luego le pregunté su nombre y me respondió: «Yo soy Salvador, y esa es una zumbadora», dijo señalando al reptil muerto.

«¿Por qué le dicen zumbadora?», le pregunté. Con la cuma bajo su brazo, me dijo: «Esta es chiquita, y le dicen zumbadora porque no tiene veneno; ella solo muerde y lo ‘pijea’ (golpea) a uno». Hizo un ademán con su brazo, como demostrando el movimiento de látigo del animal. «Es la que dicen que se agarra de las raíces de los árboles y empieza a tirar coletazos», le dije. «Sí, sí, esa es la zumbadora… Esta lo acuesta a uno de un ‘pijazo’. Sí, así es», replica Salvador. Más adelante nos encontramos a una mazacuata que, al igual que la zumbadora, no tuvo suerte al cruzar la carretera.


En este lugar todo se siente como aletargado. Creo es el calor continuo lo que hace que uno se comporte de esa manera. Las vacas caminan en medio de la carretera sin importarles si viene o no un carro. Al principio me parecía algo extraño que hubiera tanto animal atropellado. Pero cuando un carro casi atropella mi cámara, pude tener algunas respuestas.

Tal como lo dije, los conductores manejan como hipnotizados o realmente no pueden manejar, ya que aquí no se respetan los límites de velocidad en absoluto y los que manejan no ven más allá de 20 metros, por lo que las probabilidades de evitar atropellar cualquier cosa que se encuentre en la carretera son remotas. Aunque la respuesta es quizá más sencilla: estamos en el Lejano Este salvadoreño.

Agarren al pato

Ya justo en el último tramo, luego de pasar el desvío a El Tamarindo, una hermosa playa de nuestro país, la carretera se vuelve recta y plana. Aprovechamos para continuar pedaleando a un ritmo continuo y sin parar.

A unos 6 km antes de llegar al desvío al puerto de La Unión y Conchagua está la última pendiente. El sol casi se había ocultado y el calor no estaba tan fuerte como en las horas anteriores. A unos 600 metros pude ver a unas cinco personas corriendo en medio de la calle tras lo que parecía ser una gallina. Al acercarme me di cuenta de que era un pato, uno de plumas negras y un manchón blanco en su pecho. Corría rápidamente en medio de la calle. En ese momento no venían carros.

Todo parecía que iba bien y que agarrarían pronto al fugitivo. Pero paso que daban las personas, aleteo del pato para alejarse lo más posible. Luego, lo inevitable. A un kilómetro, en el carril que viene del puerto de La Unión, aparece un automóvil a toda velocidad. Todos salen de la carretera y el pato queda en medio del carril. Los dueños del animal comienzan a levantar sus manos para que el conductor bajara la velocidad, pero como lo dije anteriormente, era como que no los veía, y no redujo la velocidad. Todo iba en proceso para una colisión perfecta, y pensé que el pato moriría atropellado, pero en el último segundo, cuando el automóvil pasó sobre él, este se quedó quieto y solo agacho su cabeza. Sobrevivió. Luego continuó la persecución y el pato huyó por un cerco. Quizá este pato es de los pocos sobrevivientes de esta carretera.

Al Cafetalito

Eran las 5 de la tarde cuando al fondo de larga carretera divisé el Golfo de Fonseca y calculé que podría hacer los últimos 5 km hacia Conchagua. Bueno, así debía ser, no había opción. Tal como lo dijo la señora de la tienda, «reventados», hicimos el esfuerzo. A veces caminando y a veces pedaleando, logramos llegar hasta el pueblo. Fue un gran alivio porque fue justo a tiempo antes de que oscureciera. La bendición de Dios nos sonrió en muchas formas.


Conchagua es un pueblo pequeño pero con bastante actividad turística. Hay un pupusódromo muy grande, y ese olor a pupusas me despertaba el hambre. En el pueblo preguntamos si había algún hospedaje; me dijeron que el único que existe es el hostal El Cafetalito. Me dieron el número telefónico del propietario; quedamos en que nos veríamos en la entrada del lugar. Era un portón verde, con un rótulo en donde se lee el nombre del hostal y un lema que dice: «Un lugar especial para usted». Esperé poco tiempo al propietario. Literalmente este iba a ser un lugar especial, ya que solo había una habitación libre de las cinco que tiene el hostal.


El lugar está ubicado sobre una lomita que ofrece una vista impresionante del Golfo de Fonseca. Las habitaciones tienen dos camas, una hamaca, baño y televisión por cable. ¿Qué más se puede pedir? Los propietarios son muy amables. Renté la habitación por dos días, ya que nuestro plan es conocer el pueblo y acampar en el volcán de Conchagua. Nos instalamos en la habitación, nos dimos un baño y salimos a buscar las mejores pupusas de Conchagua. Para ser honestos, era difícil probar todas las pupusas del lugar. Poder emitir un veredicto imparcial  era complicado, así que nos decidimos por una, la que tuviera mejores referencias.

Confié en las recomendaciones de un par de personas y fuimos a la pupusería Alessandra, ubicada en el barrio El Centro, al oriente del parque central. Es un establecimiento pintado con dibujos folclóricos. Las cuatro pupusas de frijol con queso que me comí estaban deliciosas. Su propietario, Jaime Mendes, nos dijo que tienen un menú variado y también «le ofrecemos un platillo de costillas y chorizos que es especialmente elaborado con una receta secreta». Muy tentador, pero será para mañana. El lugar es muy acogedor y con buenos precios.


Luego de las pupusas todavía teníamos espacio para comernos un sorbete. Aunque este pueblo es pequeño, tiene de todo. Luego de caminar un poco por el parque y ver un partido de fútbol rápido me di cuenta de que ya era tarde y que había sido un día muy largo; era hora de dormir. Al día siguiente nos levantaríamos muy temprano para ir a descubrir las bellezas que ofrece este hermoso pueblo del Lejano Este.

Al llegar al cuarto nos fijamos que la llanta trasera de la bicicleta estaba pinchada. Para dormir tranquilamente la tuvimos que reparar… Mañana será otro día.

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