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Libres del pecado que no queremos cometer

Hace muchos años, escudriñando la palabra de Dios, descubrí un texto bíblico que realmente me estremeció porque narraba claramente la lucha interior que vivía y me hizo comprender que no estaba solo en esta batalla y que no era el único al que le costaba seguir el camino trazado por Dios. Lo que encontré me ayudó a comprender por qué mi espíritu era animoso, pero mi carne débil. Aquellas palabras que me hicieron reflexionar fueron tomadas de la carta de San Pablo a los Romanos 7, 14-25.  

Dicho apartado dice “porque sabemos que la Ley es espiritual, pero yo soy carnal, y estoy vendido como esclavo al pecado y ni siquiera entiendo lo que hago, porque no hago lo que quiero sino lo que aborrezco. Pero si hago lo que no quiero, con eso reconozco que la Ley es buena. Pero entonces, no soy yo quien hace eso, sino el pecado que reside en mí, porque sé que nada bueno hay en mí, es decir, en mi carne. En efecto, el deseo de hacer el bien está a mi alcance, pero no el realizarlo. Y así, no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero. Pero cuando hago lo que no quiero, no soy yo quien lo hace, sino el pecado que reside en mí. De esa manera, vengo a descubrir esta ley: queriendo hacer el bien, se me presenta el mal. Porque de acuerdo con el hombre interior, me complazco en la Ley de Dios, pero observo que hay en mis miembros otra ley que lucha contra la ley de mi razón y me ata a la ley del pecado que está en mis miembros. ¡Ay de mí! ¿Quién podrá librarme de este cuerpo que me lleva a la muerte?
¡Gracias a Dios, por Jesucristo, nuestro Señor! En una palabra, con mi razón sirvo a la Ley de Dios, pero con mi carne sirvo a la ley del pecado.”

Es impresionante el realismo con el que San Pablo nos habla de la concupiscencia, de esa inclinación por el pecado que tenemos. Muchos han visto en el texto un maravilloso recurso para aconsejar, más aun, para comprender la violenta lucha interior que todos en algún momento de nuestra vida libramos, y por la cual no debemos sentirnos mal. Recordemos que no es lo mismo sentir que consentir, ya que en el sentir no se presupone al consentimiento, como cuando llegan malos pensamientos; por el contrario en el consentir  se advierte la voluntad de mantenerse en ese estado.

Quiero que analices el siguiente párrafo, léelo con ojos de fe y si te sientes identificado, encontrarás la respuesta que Cristo te da.

Cuando la tentación llega y sentimos que no tenemos a donde ir, cuando la carne lucha por el control de nuestros pensamientos y surgen las sombras de confusión y uno siente que se desplomará, cuando la debilidad aumenta, y borra de nuestra mente el buen conocimiento; cuando las excusas sobran, y como San Pablo gritamos “¡Ay de mí! ¿Quién podrá librarme de este cuerpo que me lleva a la muerte?”. Igualmente, cuando sientes que ya nada importa, recuerda el GRAN AMOR DEL PADRE, clama a Dios, invoca su auxilio, denuncia la tentación y entonces recibirás el poder que viene de lo alto que te concederá la gracia que aplacará la tormenta.

Como dice la Escritura: “Por tu causa somos entregados continuamente a la muerte; se nos considera como a ovejas destinadas al matadero. Pero en todo esto obtenemos una amplia victoria, gracias a aquel que nos amó. Porque tengo la certeza de que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los principados, ni lo presente ni lo futuro, ni los poderes espirituales, ni lo alto ni lo profundo, ni ninguna otra criatura podrá separarnos jamás del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor”, (Rom 8,31-39).

Por eso, recuerda que la oscuridad dura hasta que la luz llega y la tentación desaparecerá cuando la gracia que Cristo te regala aquiete tu interior. Entonces, cuando eso pase, dirás con el apóstol “si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?”.

Busca a Dios, denuncia ante Él la tentación y serás verdaderamente libre…

Y si haz caído en el pecado, Él te dará la fuerza para levantarte de nuevo.