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El saco de plumas

Queridos hermanos lectores, me he tomado un momento desde la peregrinación en Tierra Santa, de la cual soy participe en estos días, con el objetivo de compartir unas líneas con ustedes.
Este día, les comparto la siguiente historia. Posiblemente te identifiques con el protagonista, pues todos estamos expuestos a cargar con un saco de plumas.
Había una vez un hombre que calumnió grandemente a un amigo suyo, todo por la envidia que le tuvo al ver el éxito que este había alcanzado.

Tiempo después se arrepintió de la ruina que trajo con sus calumnias a ese amigo, y visitó a un hombre muy sabio a quien le dijo: “Quiero arreglar todo el mal que hice a mi amigo. ¿Cómo puedo hacerlo?”, a lo que el hombre respondió: “Toma un saco lleno de plumas ligeras y pequeñas y suelta una donde vayas”.

El hombre muy contento por aquello tan fácil tomó el saco lleno de plumas y al cabo de un día las había soltado todas.

Volvió donde el sabio y le dijo: “Ya he terminado”, a lo que el sabio contestó: “Esa es la parte más fácil. Ahora debes volver a llenar el saco con las mismas plumas que soltaste.
Sal a la calle y búscalas”.

El hombre se sintió muy triste, pues sabía lo que eso significaba y no pudo juntar casi ninguna.

Al volver, el hombre sabio le dijo: “Así como no pudiste juntar de nuevo las plumas que volaron con el viento, así mismo el mal que hiciste voló de boca en boca y el daño ya está hecho. Lo único que puedes hacer es pedirle perdón a tu amigo, pues no hay forma de revertir lo que hiciste”.

“Cometer errores es de humanos y de sabios pedir perdón”.

No hay duda, que por ser humanos cometeremos un sinfín de errores, lo importante es saber aceptarlos y enmendarlos. Pero, sobre todo, hacer la lucha por no caer nuevamente en ese error.
Dios como padre amoroso siempre nos brindará el perdón, pero como hijos suyos debemos procurar hacer las cosas bien, no tener envidias, rencores o cualquier sentimiento que ofenda tanto a Dios, como a nuestro prójimo, pues no sabemos cuán lejos lleguen esas plumas que esparcimos y cuánto daño podemos causar.
Por eso, te animo a seguir adelante en el camino de Dios, que no es fácil, pero que es muy bendecido.

No te sientas invisible

Comparto esta bella reflexión que nos anima en esos momentos que podemos llegar a sentirnos poca cosa. Ánimo, Dios siempre mira tus acciones y las toma en cuenta.

Hace algún tiempo una señora me comentó –con no poco pesar– que no se sentía valorada en su hogar, que quizá no recibía toda la atención que merecía de su esposo ni el interés debido por parte de cada uno de sus hijos; que, en definitiva, muchas veces se sentía como si fuera “la mujer invisible”.

Recordé una historia real que quizá algunos de ustedes quizá también conocen. Es la historia de una mujer –la llamaremos María, pues no recuerdo el nombre exacto– que supo transformar y redimensionar ese sentimiento gracias a la fe, para lograr una familia más unida.

Cuenta María que entra a la habitación y nadie se da cuenta. Dice “apaguen la televisión, por favor”. Y no ocurre nada. Entonces lo dice más fuerte: “¡apaguen la televisión, por favor!”. Al final tuvo que ir a apagar la televisión ella misma. Entonces comenzó a entender: su marido y ella habían estado en una fiesta durante más de tres horas y ella ya estaba lista para irse. Se acercó a su esposo, que estaba platicando con un compañero de trabajo, para darle a entender que había que retirarse, pero él siguió conversando. Ni siquiera le respondió o dijo algo. Fue allí cuando se dio cuenta que no podían verla. Se dijo: “soy invisible”. A partir de ese momento lo empezó a notar más y más.

Un día llevó a su hijo a la escuela y la maestra le preguntó al muchacho: “¿con quién vienes?”. A lo que él respondió: “con nadie”. “Tenía cinco años, pero, ¿nadie?”, pensó por dentro la mamá…

Una noche estaba celebrando con sus amigas el regreso de un largo viaje de una ellas. La amiga contaba qué lugares había visitado, los fabulosos hoteles donde se había alojado, etc. María observaba a las otras mujeres que escuchaban la narración de la amiga. Se dio cuenta que, a diferencia de las demás, ella se había maquillado en el coche, que el vestido que traía no era nuevo (aunque sí lo único limpio que tenía) y que su peinado era un nudo en la parte trasera de la nuca. Se comenzó a sentir patética.

La amiga se acercó hacia ella y le dijo: “te traje esto”. Era un libro de las grandes catedrales europeas. No comprendía. Leyó la dedicatoria: “con admiración por la grandeza que tú estás construyendo cuando nadie lo ve”.

María se dio cuenta que en el libro no aparecía los nombres de las personas que habían construido las grandes catedrales. Entre hoja y hoja, tratando de encontrar los nombres de los autores, se dio cuenta que en la parte reservada al autor dice, en una y otra página, “anónimo”, “anónimo”, “anónimo”…

Esos autores terminaron sus obras sin saber que nadie notaría su trabajo. En el libro había una historia acerca de uno de los constructores que talló una pequeña ave en el interior de una viga que iba a ser cubierta por el techo. Alguien se le acercó y le preguntó: “por qué empleas tanto tiempo en realizar algo que nunca verá nadie?”. El libro también recogía la respuesta del constructor: “Porque Dios lo ve”.

Y María reflexionó: ellos confiaron que Dios lo veía todo; ellos entregaron toda su vida a un trabajo, un magnífico trabajo que jamás verían terminado. Ellos trabajaron día a día. Algunas de esas catedrales fueron construidas en más de cien años. Y eso es más tiempo que toda la vida de trabajo de un hombre. Día tras día, ellos hicieron sacrificios personales sin pedir nada a cambio; trabajando día tras días por una obra cuyo nombre de autor jamás figuraría.

Y María recordó que había leído una “profecía” de cierto escritor: “jamás se volverá a construir una gran catedral”, porque no hay gente dispuesta a sacrificar la vida de esta forma.

María cerró el libro y fue como si oyera decir a Dios: “Yo te veo. No eres invisible para mí. Ningún sacrificio es tan pequeño como para que yo no lo noté. Veo cada comida que preparas, cada plato de lentejas que haces, y les sonrío a todos”. “Veo cada lágrima de decepción cuando las cosas no salen como deseas que salgan. Pero recuerda: estás construyendo una gran catedral que no será terminada durante tu vida. Y lamentablemente no vivirás para verla allí. Pero si la construyes bien, YO LO HARÉ”.

María recordó su vida personal de esposa y madre. Y pensó que su invisibilidad –de la que hablamos al comienzo– era ahora un punto de inflexión para ella, pero no una enfermedad que podía consumir su vida. Reconoció incluso la “invisibilidad” como la cura contra su egocentrismo, como el antídoto contra el orgullo… Y se dijo: “está bien que no vean, está bien que no sepan. No quiero que mi hijo les diga a sus amigos que traen de la escuela a casa: “no pueden creer lo que hace mi mamá, se levanta a las 4, nos prepara las tortas, cocina lentejas y nos lava la ropa…”. No quiero que digan eso. Quiero que él quiera venir a casa. Y en segundo lugar quiero que le diga a sus amigos: “les va a encantar estar ahí”. Está bien que no vean”.

Cuánto nos ayuda recordar una y otra vez que trabajamos para Dios. Nos sacrificamos para Él. Muchos nunca van a ver todo el trabajo, todo el sacrificio, todo el esfuerzo, a pesar de que lo hagamos correcto, a pesar de que lo hagamos bien. Pero Dios si lo ve.

Podemos estar seguros que la misión de esposa, la misión de madre, no es invisible nunca a los ojos de Dios. Que una esposa y una madre con fe es un apóstol dentro y fuera de casa; una apóstol que lleva a Cristo a los demás con su ejemplo de fe, con su amor a la Iglesia hecho vida y práctica sacramental.

En un discurso del Papa a los participantes en la asamblea plenaria del Consejo Pontificio para la Familia decía: “Sólo poniendo a Cristo en el centro de la existencia personal y de pareja es posible vivir el amor auténtico y donarlo a los demás” (cf. L´Osservatore Romano, edición en lengua española, p. 7, 14 de febrero de 2010).

Recemos para que nuestras obras se mantengan como monumentos para Dios y construyamos con ilusión la catedral que cada uno debe construir.

Meditando con San Pablo

DOMINIO DE MI (EL NO)

“Sí uno es libre para hacer lo que quiera, pero no debe uno dejar que nada lo
domine”. (1 Co 6, 12)

El mundo te pone a la orden del día un abanico de oportunidades, depende del
discernimiento de cada uno para obtener lo positivo de la vida, y saber rechazar todo
aquello negativo que se te pone en bandeja, una serie de falsa diversión, propuestas
indecorosas, falsos ídolos; lo cual te obliga a tomar decisiones, que no te permiten ir
por la senda correcta, sin tomar el camino ancho y placentero, que al final del mismo,
nos pueda llevar al abismo, la muerte.

Tener dominio de ti, es tener la fortaleza necesaria de decir –NO- a lo que el mundo
negativamente te presenta, te invita perversamente hacer; ser capaz de rechazar
todo aquello que sea incorrecto, inmoral, corrupto, no dejar que nada te domine, te
controle, es tener templanza, negar el ofrecimiento de un cigarrillo, mas adelante
será una cajetilla, un trago de agua ardiente, luego serán tres botellas; a una
aventura que se puede convertir en una enfermedad tan grande como el SIDA; a ver
pornografía , mas adelante serás un enfermo quizá convertido en un violador.

Tú, debes dominar las situaciones, el grupo social, no ellos manejarte a su antojo,
no debes dejarte arrastrar por las mayorías, por la moda, la farándula. Ser libre para
tener dominio de ti mismo y di no con firmeza a las cosas que te llevaran al fracaso y
te alejan de Dios. “no te dejes vencer por lo malo” (Rom12, 21)

Debes de casar, el entendimiento con el dominio propio, (2 P1, 5) y obtendrás un
buen juicio, para tomar decisiones.