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El ayuno agradable a Dios

Nos acercamos al tiempo de cuaresma, tiempo de reflexión, en la cual nos preparamos para los momentos más sublimes en la celebración litúrgica de la Iglesia. Nos preparamos para celebrar la Pascua del Señor; muchos cristianos se acercan a los actos litúrgicos y a los diferentes actos de piedad popular.

Siempre escuchamos “La cuaresma es tiempo de ayuno, oración y penitencia”, tres puntos fundamentales para vivir bien la cuaresma. En esta ocasión, me detendré a reflexionar sobre el ayuno.

El ayuno, en el tiempo de Cuaresma, es la expresión de nuestra solidaridad con Cristo. Nos recuerda que el hijo de Dios nos ha sido arrebatado, arrestado, encarcelado, abofeteado, flagelado, coronado de espinas, crucificado.

El ayuno debe ser desde la caridad, pues ayunar es amar. Esta penitencia que quiere Dios, sigue siendo el de compartir el pan con el hambriento; privarte no sólo de los bienes, sino de los más necesarios en favor de los que tienen menos. Significa curar a los que están enfermos de cuerpo o de espíritu, dar amor al que está solo y a todo el que se te acerca.

Por lo tanto, el verdadero ayuno no es dejar de comer, porque si se ve desde esa perspectiva estamos ahorrándonos un tiempo de comida; el ayuno es aquel que me permite despojarme para dar a otros, un acto de caridad. Lo más importante no es dejar de comer, sino hacer un verdadero sacrificio que me una a Jesucristo y lo esencial del ayuno es la conversión de nuestro egoísmo.

Que en esta cuaresma profundicemos más en el amor, pues es lo esencial en este tiempo es la conversión, es creer en el Evangelio de Jesucristo, es despojarnos del egoísmo; esto quiere decir que hay que vivir el mandamiento de amarnos los unos con los otros y esto se refleja en la caridad.

Cuando yo comparto con los demás, eso es ayuno agradable a Dios.

El trabajo es una bendición.

En estos días se ha vuelto a escuchar mucho la frase “Si trabajo, como”, “si me ocupo, tengo y puedo comprarme cosas”. Ciertamente es bueno ocuparse, pero no afanarse; la Sagrada Escritura nos dice que hay que trabajar por el alimento que no perece (Cf. Jn 6,27). Esto significa que si hay que trabajar, si hay que esforzarse por conseguir el pan de cada día. Dios no quita el trabajo, Él  bendice el esfuerzo y  multiplica aquello que le ponemos en sus manos.

Lo que no es válido es hacernos esclavos del trabajo; pasando día y noche, dejando de lado nuestra familia, momentos que pueden ocuparse para disfrutar o momentos para dedicar a  Dios. El trabajo no debe quitarnos los momentos que son para la familia; he visto muchos matrimonios que se han destruido porque uno de los cónyuges que trabaja mucho y no le queda tiempo para compartir. Se acaba la comunicación, se acaba la atención y, por consiguiente, el interés. Es aquí donde se manifiesta uno de los peligros que produce el trabajo excesivo.

Otros se refugian en el trabajo para huir de las responsabilidades. Personas que no quieren educar a sus hijos, dejando eso para las niñeras; pero no debería ser así. Otros tienen miedo a descubrirse y huyen de sus propios miedos.

Cuando pensamos en el trabajo, pensamos en cómo éste suple nuestras necesidades materiales, ya sean personales o de otros, pero nunca pensamos en que el trabajo sea algo que puede ayudarnos al acercamiento y a la intimidad con Dios. Él Señor nos dice a los que trabajamos que debemos hacerlo para agradarle y no para agradar a los hombres; debemos trabajar para el Señor y no sólo para los hombres porque cuando trabajamos estamos sirviendo al Señor (Cf. Col 3,22-24)

Recordemos siempre que Dios nos ha dado el trabajo como una bendición y, por lo tanto, hay que agradecerle; hay que dedicar un tiempo para descansar, para leer su palabra, participar en la Santa Eucaristía, dedicarle tiempo a la familia. Que el trabajo no nos aparte de Dios ni de nuestras familias.

Sólo te pide una oportunidad

“Vengan a mí todos los que están fatigados y sobrecargados, y yo les daré descanso” es lo que nos dice el evangelio de San Mateo 11, 28. Jesús sabe el peso de nuestras cargas, sabe que son muchas y  por ello, quiere que descansemos. Él está a la espera de que nosotros nos dejemos ayudar.

Hay una cosa muy cierta, todos tenemos problemas y pasamos dificultades, pero no todos nos dejamos ayudar por Jesús. Conozco hermanos que se encuentran pasando momentos muy duros, con problemas en su matrimonio, con vicios, pecados, tristezas, desamores… y que intentan resolver sus problemas, una vez y otra vez, por cuenta propia; dejando de lado la ayuda de Dios. A pesar de todo, terminan haciendo más grande su problema.

Dios quiere ayudarnos, siempre lo ha querido, pero somos nosotros quienes no se lo permitimos; él nos ofrece también un yugo fácil y una carga ligera (Cf. Mt. 11, 30). Él quiere que le demos una oportunidad para cambiarnos y transformar todos los problemas y dolores en felicidad, en gozo.

Desea vernos felices, caminando junto a Él.

Dios nos ofrece la salida a todos nuestros problemas; no huyamos ni desaprovechemos la ayuda que el Señor quiere darnos. Es probable que ya le hayas dado miles de oportunidades al mundo y siempre te ha defraudado,  pero… ¿por qué no te atreves a darle una oportunidad a Dios?

Dice el papa Francisco, en la exhortación apostólica Evangelii Gaudium; que si no quieres encontrarte con Jesús, al menos dale la oportunidad que te encuentre (Cf. EG. 3).

Ya no sigas cargando tu cruz solo, déjate ayudar por Dios. Él nunca me ha defraudado y tengo la plena certeza que no te defraudará tampoco a ti; por ello te animo a que decidas darle la oportunidad que Dios te pide para que pueda ayudarte a salir de todas las dificultades que agobian tu vida.