La niña que quería leer

Ilustración de Quentin Blake

Ilustración de Quentin Blake

Con Matilda sucede todo lo contrario: ella quiere leer, desea leer. A los tres años aprende a leer por sí misma y sus padres, los Wormwood, en lugar de alentarla, refunfuñan y la critican. Pero Matilda no se detiene y a los cuatro años, como ya sabía leer de corrido, empieza a desear naturalmente leer un libro.

Así inicia Matilda de Roald Dahl, un libro considerado como literatura infiantil-juvenil, pero que debería ser leído por todos. ¿Qué hacer cuando cualquiera -sea niño, adolescente o adulto- tiene el deseo de leer? ¿Qué hacer (o no) para mantener vivo ese deseo y que no muera en el primer intento? ¿Qué lectura escoger o recomendar?

Como ven no es un asunto simple y cada uno encuentra su camino para seguir leyendo a pesar de los pesares. Hay quienes descubren a un autor y se quedan con él hasta que el encanto se rompe. Me sucedió con Paulo Coelho, Milan Kundera y Gabriel García Márquez, por mencionar algunos. Cuando los descubrí fue algo fantástico, como un enamoramiento que se consumía entre páginas. Pero como todo enamoramiento,  se puede caer en el absurdo o en la rutina y por desgracia eso fue lo que ocurrió. Sus palabras perdieron efecto en mí y dejé de leerlos.

Otros se suscriben a un género, devoran lo que sale de ciencia ficción, novelas romáticas, ensayos o novela negra. Incluso, hay quienes se especializan todavía más: solo leen acerca de la Segunda Guerra Mundial o el narcotráfico. Ni que decir de los que leen lo que está de moda, los best seller o el libro de la película (sí, a veces es al revés).  

En cambio, hay otros que son más místicos, que leen lo que les inspira el momento. Deambulan por las librerías por horas hasta que un título los atrapa irremediablemente.  

También están los que no discriminan, los que disfrutan leer de todo de una manera casi ofensiva. Leen porque les gusta leer y no se andan con miramientos (¿hay alguien que maneja solo porque le gusta manejar?).   

Matilda es de las últimas. Después de haber leído todos los libros para niños desea pasar al siguiente nivel y pide auxilio a la señora Phelps (para que nos entendamos, la bibliotecaria), quien le recomienda Grandes esperanzas de Charles Dickens. De Dickens pasa a Conrad, a Hemingway, a Kipling y la lista sigue.

Si hay algo que me asombra de Matilda es que su deseo es tan enorme que no lo frena nada, ni sus padres, unos teleadictos que ven en la lectura una pérdida de tiempo, una idea de lo más rematada.

Por último, dentro de los recursos que inventamos para seguir leyendo y que suele pasar con las lecturas especialmente gratificantes es que las volvemos a leer. Volvemos al primer amor. Claro que no todos los autores (por muy Nobel que sean) gozan de ese privilegio, porque no depende meramente del escritor sino del lector, del significado que le da a esa lectura en su vida.

En fin, los escritores (y las editoriales, librerías, etc.) tienen mucho que agradecer a los lectores porque en este mundo productor de crisis tener el deseo de leer puede ser equivalante a seguir creyendo que otro mundo es posible.

 

 

 

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Un comentario para “La niña que quería leer”

  1. Sandra Moreno dice:

    Leyendo una entrevista a Matilde Asensi, quien dejó el periodismo por la literatura, me enteré que comenzó su amor por los libros buscando obras en la biblioteca de sus abuelos. Seguro que al personaje de tu nota, Matilda, le encantaría entonces leer la última obra de Asensi: La conjura de Cortés (Planeta).

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