¿No les ha pasado que en medio de una emocionante lectura se les antoja parar y leer otra cosa casi completamente distinta?
Estaba enfrascada en La verdad sobre el caso de Harry Quebert de Joël Dicker y aunque la lectura va bien y la historia promete (todavía no he atravesado la barrera de las 100 páginas) quise hacer un pequeño alto. ¿Por qué? No me lo van a creer pero soy de esas personas que les gusta retrasar la acción, dejar la mejor parte para el final. No me gusta la idea de correr, leer a toda prisa un texto y perderme el placer de saborearlo.
Como quiera que sea, la idea de Shakespeare empezó a rondar por mi cabeza. La verdad es que no he leído mucho su obra, Romeo y Julieta en mis años adolescentes y por supuesto, Hamlet.
Ahora he estado leyendo unas escenas de Enrique V y debo decir que después de leer el discurso del Rey antes del asalto contra Harfleur, el famoso: “Una vez más a la brecha, queridos amigos, una vez más: o tapad la muralla con nuestros muertos ingleses: en la paz, nada le está mejor al hombre que la calma modesta y la humildad; pero cuando suena en nuestros oídos el toque de guerra, imitad entonces la conducta del tigre: tensad los músculos, conjurad la sangre, disfrazad la hermosa Naturaleza con cólera de feos rasgos…”, no puedo evitar imaginarme la escena y escuchar emocionada.
De tal aventura ha resultado un nuevo propósito: leer Shakespeare, leer todo Shakespeare, creo que me hace falta su escuela sobre la naturaleza humana.
Es increíble cómo una lectura te puede llevar a otra y a otra, como puertas que se abren, reveladoras, interminables.
Suele suceder que los bibliofilos se enfrasquen con dos o más libros a la vez. Se torna un vicio difícil de parar, el ser selectivo vendrá después; pero con la obra de Shakespeare, la pausa se vuelve larga pues en sus páginas suele uno detenerse pá rato. Igual me pasaba con los rusos, especialmente Dostoievski y más aún con Pushkin. Confieso que hoy a mis 40 y tantos años, prefiero la relectura, pero hay que estar abierto a sorpresas.