CHAT

Ella estaba a punto de cumplir 50 años. La flor de la edad, como solía decir uno de los personajes de La Tía Julia y el Escribidor, una de las más célebres novelas de Mario Vargas Llosa. Una dieta rigurosa y una muy disciplinada rutina de ejercicios la mantenía bella. No bonitilla, sino bella.

Su pelo castaño claro y siempre muy bien peinado, salvo un mechón rebelde que solía caerle sobre la frente amplia, enmarcaba un rostro que parecía volverse interesante con los años. Las cejas arqueadas, sobre los ojos verdes, la nariz respingada y la boca como dibujada ofrecían un rostro atractivo. Era doctora en química nuclear, profesora universitaria, madre de dos hijos adolescentes y esposa de un tipo violento.

Habían sido compañeros en la universidad. Pero entonces él era un flaco, estudioso, guapo y buena gente. Se había graduado de biólogo y era también profesor universitario. Pero con el tiempo, poco más de un cuarto de siglo de casados, el hombre, como suele ocurrir, había cambiado mucho. Se había vuelto gordo. Más bien panzón, calvo y mal humorado.

No pasaba un día sin que le dijera algo ofensivo a su esposa. Nunca la golpeaba físicamente. Eso no. Pero usaba una violencia verbal que eran como latigazos en el alma. Le gritaba por cualquier cosa. La ofendía. Le decía frases como vieja menopáusica, aburrida y apestosa. Nada de eso era cierto. Pero él descargaba sus propias frustraciones en ella. Comenzó tomando todos los viernes por la noche, luego los sábados.
Muy pronto los domingos y cualquier día de la semana. Se había vuelto alcohólico. Ese tipo de alcoholismo de tres o cuatro tragos diarios, y dos botellas de fin de semana, que permite ir a trabajar todos los días, pero que va minando inexorablemente la salud del cuerpo, el alma y el corazón.

Con los chico era un tirano. También les gritaba por cualquier cosa. Ellos le tenían terror. En secreto, tanto ella como los muchachos le llamaban “El Ogro”. Ella ya no sabía si aún lo amaba o no. Pero no quería divorciarse. Era tan correcta que prefería sufrir el infierno de la cotidiana violencia verbal, que dejar, según sus palabras, sin un referente paterno a sus hijos.

Su destacada carrera como química nuclear la llevó a colaborar con trabajos muy afamados en las principales revistas científicas del país. Ello solo encendía aún más la rabia de su mediocre marido. Sus hijos, una pareja encantadora, su trabajo como científica y su mejor amiga, amiga del alma, una eminente psicóloga, le hacía sobrellevar una vida desgraciada al lado de aquel tiranuelo de papada inmensa, mediocre y alcohólico que volcaba con agresiones verbales en ella toda su mediocre vida.

Un día, ella recibió un mensaje de texto en el chat, de uno de sus alumnos. Un pelirrojo de unos 24 años. Alto, atlético, inteligente y muy amable. Nunca chateaba con sus alumnos. Solo lo hacía con sus colegas y por asuntos de trabajo. Juiciosa ella. Pero esa vez contestó el mensaje con un simple “hola”. Fue un impulso. El “Hola” se convirtió en una conversación.

La conversación en amistad. La amistad, poco a poco, palabra a palabra, en romance. Ella era una mujer vulnerable. El pelirrojo lo sabía. Era un experto. Había hecho una apuesta con su mejor amigo. Seduciría a la seria y bella profesora contra todo pronóstico. Y lo logró. Pronto ella, tan juiciosa, tan seria. Perdió la cabeza.

De las palabras tiernas, pasó a las ardientes, de las ardientes, al sexo cibernético, de la fantasía a la realidad. Enviaba poemas y selfies. Se desesperaba cuando pasaban algunas horas sin recibir un mensajito de texto de su joven amante. Su amiga le advirtió de que aquello no era amor. Era una adicción como cualquier otra, provocada por su desgraciada situación familiar.

Y aquello que comenzó con un simple mensaje de texto, que pasó por etapas de romance y erotismo terminó en una dolorosa tragedia.
“CHAT”, es mi última novela y ya se encuentra en librerías.

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