San Salvador, Cuscatlán, San Vicente, Usulután y San Miguel fueron los departamentos que se cruzaron en el recorrido de la primera peregrinación en el Camino de Monseñor Romero. Los peregrinos pasaron por ciudades, pueblos y cantones, y en todas partes el común denominador eran la humildad, la caridad y la generosidad hacia el prójimo.
En los 157 km de la peregrinación, una de las cosas que me sorprendió mucho fue ver a las personas que se paraban a la orilla de la carretera a esperar pasar a los peregrinos; en parte por curiosidad, pero especialmente para apoyar a sus hermanos. Grupos de familias, niños, jóvenes o personas mayores… no importaban las largas horas de espera, ya que muchos habían elaborado altares improvisados, decorados con flores e imágenes de Monseñor Romero para, de esta forma, mostrar su apoyo a los caminantes. En algunos lugares ofrecían comida, agua o frutas a los peregrinos; en otros, nada, humildemente una sonrisa, un aplauso o una bendición. En donde menos había era en donde más daban.
En el recorrido me acordé de una frase de Monseñor Romero: «Ningún hombre se conoce mientras no se haya encontrado con Dios» (homilía 10-02-1980). Y me pregunté «¿y cómo se conoce a Dios?» Bueno, la respuesta la podía ver en el rostro de los niños entregando agua o algo de comer a los peregrinos, en el joven con una sonrisa dando ánimos o en la señora que desde su silla de ruedas les daba bendiciones a los que pasaban frente a su casa.
Y aquí se hacía palpable un mensaje que una vez dijo Monseñor Romero: «Buenas obras, corazones cristianos, verdadera justicia, caridad, eso es lo que busca Dios en la religión. Una religión de misa dominical pero de semanas injustas no agrada al Señor. Una religión de mucho rezo pero con hipocresía en el corazón no es cristiana.
Una iglesia que se instalara solo para estar bien, para tener mucho dinero, mucha comodidad, pero que olvidara el reclamo de las injusticias, no sería la verdadera iglesia de nuestro Divino Redentor» (homilía del 4 de diciembre de 1977, III pp. 25-26).
El peregrinar en todo el camino era pesado y duro; a medida que aumentaban los kilómetros, así aumentaba el cansancio corporal. Pero al ver la entrega desinteresada de los hermanos, era ese mensaje que me reiteraba el legado que Monseñor Romero quería dejar en el pueblo salvadoreño: un país unido en hermandad, en caridad para los demás. Eso levantaba el espíritu de muchos peregrinos y los hacía olvidarse de su dolor.
«La caridad ante todo. El amor al prójimo. Y aunque sea obispo o sacerdote o bautizado, si no cumple con el ejemplo del buen samaritano, si como los malos sacerdotes de la antigua ley da un rodeo para no encontrarse con el cuerpo herido, no tocar esas cosas: «prudencia, no ofendamos, más suave», entonces, hermanos, no cumplimos el mandato de Dios: rodeamos.
¡Cuántos rodean para no encontrarse! Y cuanto más rodean, más se encuentran, porque llevan su propia conciencia que no les deja en paz mientras no enfrenten la situación. El compromiso cristiano es muy serio. Y, sobre todo, nuestro compromiso sacerdotal y episcopal nos obliga a salir al encuentro del pobre herido en el camino» (homilía del 2 de abril de 1978, IV p. 129).
Con estos mensajes pude darme cuenta de que la peregrinación no solo fue en la carretera, no fue solo en 157 km o un trayecto. Muchos, aunque no caminaron, peregrinaron desde muy temprano preparando comida, sacrificando su dinero, su tiempo y esfuerzo para ayudar a los que caminaban. Los peregrinos fueron muchos más, no solo los que caminaron.