Tarde triste en Baltimore

 

 

En el estadio de Baltimore. Foto de Miguel Ángel Álvarez.

En el estadio de Baltimore. Foto de Miguel Ángel Álvarez.

Al mediodía del domingo 18 de julio, incluso antes, el Washington-Baltimore Parkway está topado casi desde la salida del Distrito de Columbia. Una hora larga hasta la ciudad-puerto. En un día normal, incluso con el tráfico usual, la trabazón no es así. A buscar ruta alterna: por el Beltway, la 495, a agarrar la I-95 hacia el norte. Lo mismo. Topado. Resignación. De cualquier forma, 4 horas parecen suficientes para recorrer, incluso a ritmo de “bumper-to-bumper”, los 67 kilómetros hasta el estadio M&T de Baltimore donde hoy juega la selección salvadoreña de fútbol “que-de-todos-es-la-mamá” frente a Estados Unidos.

Cuartos de final. Copa de oro. Ya en la TV, en español y en inglés, los comentaristas, mexicanos y gringos, nos han recordado hasta la saciedad que no clasificamos al Mundial, que no pintamos nada en el concierto FIFA, que sí, que Fito Zelaya la mueve, pero bue.., que en este mundillo de CONCACAF somos, hace mucho ya, el barrio-bajo. Vaya y pase que, atendiendo a los números, resultados, historia, y hoy con esto de los amaños que ESPN nos estalló en la cara a medio camino, esta vez suena más “científico” eso de que “no andamos muy bien”. Pero, ¿y qué? Hoy juega la selecta, hoy se cantan las sagradas notas a grito pelado y hoy uno, si se precia de ser de donde el español se habla sin “eses”, hoy uno se viste de azul…

Víctor Turcios, capitán, aceptó amaños de partidos en la selección. Foto de Miguel Ángel Álvarez.

Víctor Turcios, capitán, aceptó amaños de partidos en la selección. Foto de Miguel Ángel Álvarez.

Cercanas las 3 pm, ya parece claro, si se atiende a la importante densidad poblacional en el tráfico de carros adornados con banderas azul y blancas -salvadoreñas y hondureñas-, que la trabazón de entrada al estadio dará para llegar justo, si hay suerte, al “Consagrar…” Es como si la línea de carros para llegar al Cusca empezara en el Poliedro. Algo así. Ya en las orillas de Baltimore un letrero electrónico avisa que mejor meterse por la entrada 50 (no por la 53, desde  donde se accede al puente de la calle Washington y se puede apreciar una coqueta vista de la ciudad: a la derecha los rascacielos del puerto interno -remodelado- y a la izquierda el M&T, hogar de los Ravens, el equipo de fútbol americano, y el mítico Camden Yards de los Orioles). Toca entrar por Mill Hill, Saint Paul y Pigtown, los deprimidos barrios del suroeste de Baltimore.

Estamos perdidos. La hora del silbato inicial se acerca. El único consuelo es que hay varios carros con señales azuliblancas alrededor. De un Nissan azul metálico, nuevo, asoma el rostro moreno con la bandera amarrada como bincha, la camiseta, todo el atuendo: “Síganme. Yo vivo aquí. Mi sobrino también anda perdido. Él es de Virginia…” Y nos vamos. Mini-caravana de tres naves a 40-45 millas por hora en calles secundarias donde el máximo permitido es 25 por hora. Lo dicho: hoy juega la selecta.

Parqueamos a unas 8 cuadras del M&T, donde hacen esquina la West Ostend y la Nanticoke; empiezan a verse ya pequeños bares con los motivos púrpura y negro de los Ravens. Pero en la calle, hoy, solo azul -allá, muy raro, algún punto rojo de alguna camiseta gringa o tica-. Esas ocho cuadras son, si uno le pone un poco de imaginación, las mismas que se caminan hacia el Cusca por Los Próceres cuando la selección está de buenas con la noble afición, que es casi siempre a pesar de todo: las arengas, el olor a birria, a carne chuca, la bulla de las trompetillas y El Salvador, El Salvador.

Baltimore es una ciudad deportiva orgullosa de una historia en la que el soccer -ese experimento del sur que aquí en realidad nunca cuajó- sabe a poco. Esta es la casa de los Ravens de Ray Lewis y Joe Flacco, los campeones de la NFL, los que desbancaron a Tom Brady, el niño bonito del fútbol americano; los del equipo rudo y clase-mediero como la ciudad, que no aparecía como favorito en el papel y terminó en lo alto en la temporada 2012-2013. Esta es la casa de Cal Ripken, Jr., de Eddy Murray, de Manny Machado y los Orioles, los eternos aspirantes a los que sus compañeros de la división este de la liga americana, los todopoderosos Yankees de Nueva York y los Medias Rojas de Boston, suelen ver por encima del hombro; los Orioles que este año han relegado al sótano a los del Bronx y respiran en la nuca a los patirrojos. “Baltimore and its struggling teams” (Baltimore y sus equipos emproblemados), le gusta usar la frase al  Washington Post. Aquí, un día cualquiera, el soccer no es un tema. Pero este no es un domingo cualquiera. Hoy juega la selección, otro equipo emproblemado, pero querido, como los Orioles aquí.

El M&T, lleno.

El M&T, lleno.

Entramos. El himno ya pasó. El estadio rebota de gente: azul casi impecable. 71,000 espectadores, estadio lleno. Pum, pum… Sí, se puede… El Salvador, El Salvador… Primer gol de Estados Unidos. El segundo. El descuento de Fito. Medio tiempo. Y la esperanza aún pintada entre los hijos de la principal minoría del área metropolitana de la capital estadounidense; los que pronto serán la tercer minoría en toda la Unión. Y luego el segundo tiempo. Y el tercero de los gringos. Y el cuarto. Y el quinto. Y… “nombre, no jodan”, que decía el vecino de asiento.

Salimos. Cabizbajos. Cómo no. En el estadio quedan los hondureños y los ticos. La marea azul vuelve a la calle. Algunos a viajar una, o dos, hasta cuatro horas. O seis. A Nueva York. A Charleston. Van bravos. Mascullan: que Fito juega bien pero mucho piscinazo, que así como juegan deplano que hay amaño, que tampoco era para tanto la goleada, que ni modo y para dónde si uno es de allá pues… es lo que hay. Por la noche, el comentarista latino Andrés Cantor pondrá en su tuit: “El próximo partido oficial de SLV es en 2015, antes hay elecciones y está el tema de los amaños”… Año y medio para curar la cólera, la frustración.

Por la West Ostende, de regreso al carro, tres compatriotas vestidos da azul apuran la última helada en la cama del pick-up. Suena la San Vicente en los parlantes. Uno de ellos discute, consigo mismo en realidad: triste la tarde, triste… Pero vendrán, ellos tres, y buena parte de los que vistieron de azul el M&T de Baltimore, volverán a pagar una entrada y una camiseta, 40, 50, 100, 200 dólares cada vez que juegue la selección, para ver a esos que, en la cancha, se ponen la camiseta a cambio de un salario sin éxito alguno. Edwin Segura, un colega salvadoreño, tuiteaba hoy: “Hay que tener mucho talento para dilapidar un mercado como el de la selecta”. Cuanta razón. Aquí en el norte el cariño parece inagotable; será que no importan las trabazones y horas de carretera con tal de entonar las sagradas notas junto a los otros que dejaron el cantón; será que, como dijo aquel en Baltimore, el “si uno es de allá” agrega algo demasiado fuerte como para que la mediocridad de los que juegan importe demasiado. También es cierto que el talento de quienes llevan décadas dilapidando el fútbol es inagotable. A ver qué se agota primero.

Epílogo. Ya durante la semana que siguió al partido escuché palabras de elogio para uno solo de los seleccionados, el número 3, el capitán, Víctor Turcios. “Al menos ese tuvo los huevos de decir lo que está mal“, me dijo Omar, de Santa Rosa, en el metro.

 

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